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Mazarulleque busca devolver el esplendor a su fiesta de los Diablos

El municipio ha realizado un estudio sobre la festividad, que se celebra el 3 de febrero en honor a San Blas
Fotos cedidas
30/05/2024 - Dolo Cambronero

Pepi Ortiz Rincón, ahora con 54 años, aprendió la tradición de su abuela Pepa. Cuando faltó la mujer, su familia decidió continuar conmemorando los Diablos en el municipio conquense de Mazarulleque, que se celebran el 3 de febrero en honor a San Blas e incluyen una misa y una procesión. En la actualidad, la hermana de Pepi, dos tías, su sobrina, un primo segundo y ella misma salen con cencerros y le cantan “dichos” a la imagen manteniendo viva una fiesta que ha vivido tiempos mejores pero que quiere recuperar su esplendor. 

Con ese objetivo, la alcaldesa pedánea de Mazarulleque -municipio que forma parte del Valle de Altomira-, África Aparicio Bermejo, decidió hace dos años optar a una convocatoria de la Diputación de Cuenca para la recuperación de patrimonio intangible.

“Era una de las fiestas más importantes que se celebraban en el municipio pero se fue perdiendo tras el éxodo rural. Pero la gente de cierta edad todavía habla de esta tradición”, cuenta la primera edil.

El Ayuntamiento obtuvo una ayuda de 3.000 euros con los que se dispuso a realizar un primer estudio de la fiesta haciendo una recopilación bibliográfica y entrevistas a las personas que recuerdan cómo se celebraba esta tradición antaño.

De la mano de la Diputación, se quiere publicar el estudio y paralelamente, se va a seguir trabajando para recuperar los antiguos trajes de la manera más fiel posible, al tiempo que se busca animar a los niños a participar en la fiesta.

El estudio ha sido llevado a cabo por el etnoarqueólogo conquense Santiago David Domínguez-Solera. Durante dos años, se ha entrevistado a gente mayor del pueblo y a las personas que, como Pepi, mantienen la celebración en la actualidad, además de haber desarrollado una investigación bibliográfica para conocer en profundidad fiestas como los Diablos de Mazarulleque, la endiablada de Almonacid del Marquesado o las Botargas de Guadalajara, que comparten orígenes aunque cada una de ellas tiene sus propias particularidades. 

Según explica Domínguez-Solera, son celebraciones de raigambre céltica y romana que posteriormente fueron cristianizadas y que festejan el final del invierno, pidiendo fertilidad para la ganadería y la agricultura; unas fiestas similares a la concepción antigua de los carnavales y que se celebran en torno a las festividades de la Candelaria y San Blas, que se conmemoran los días 2 y 3 de febrero, respectivamente. 

“En Mazarulleque, la fiesta era similar a la Endiablada de Almonacid, aunque con sus diferencias locales. Había un Diablo Mayor, también llamado el Santero Mayor, y varios diablos que iban vestidos con trajes de colores estridentes y llevaban unos cencerros colgados en la espalda”, detalla el arqueólogo. 

En la vestimenta del Diablo Mayor aparecían serpientes, bordadas o pintadas, así como calaveras, y todos los participantes portaban una especie de mitra. “Pero con el éxodo se dejó de hacer”, relata Domínguez-Solera.

En aras de impulsar la tradición, se quiere grabar también un documental cuando la festividad haya recuperado parte de la grandeza que tenía antes y se hayan recreado los trajes. “Aunque cualquier fiesta va evolucionando, queremos que estén inspirados lo máximo posible en los de antiguamente”, apunta.

En la actualidad, son las mujeres las principales herederas de aquella tradición, que había estado protagonizada por hombres. Durante, esa jornada, que se celebraba en la antigua iglesia, hoy desacralizada, también se recitaban unos “dichos” a San Blas. “Ya hemos recuperado once”, señala Pepi, que también cuenta que ese día se hacía un pequeño “gasto”, es decir, se celebraba una comida de hermandad. 

Una tradición que se mantiene en la actualidad. A pesar de que el pueblo no llega a los 90 habitantes censados, esta suerte de hermandad de San Blas cuenta con unos 300 socios, que pagan una simbólica cuota de un euro al año que sirve para costear este ágape, en el que se degusta un cocido y en el que llegan a reunirse a comer unas 140 personas. “Nos juntamos muchos para ser un pueblo tan pequeño”, celebra la heredera de esta comunidad.