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Eduardo Soto
11/03/2020

El virus que quería abrirnos los ojos

No hace falta que enumere los despropósitos a los que nos va a llevar la crisis del coronavirus. Los emiten en directo. Al asombro de la celeridad de los acontecimientos quizá haya que sumar las sorpresas que nos está deparando y que me temo están quedando disimuladas bajo la mascarilla del pánico.

China ha disminuido sus emisiones de GEI (Gases Efecto Invernadero) en casi un 30%, evidentemente a costa de reducir la velocidad de su ímpetu productivo y consecuentemente de su consumo de combustibles fósiles. Ello ha retirado del mercado medio millón de barriles de petróleo y ha desatado una pequeña guerra de precios entre Arabia, Rusia y USA que ya ha tenido consecuencias inmediatas. Una reducción del precio del combustible que en lo local aliviará la presión económica sobre los agricultores y mejorará las arcas nacionales y en lo global reducirá las ínfulas de fracking que no podrá competir desde su desalmado extractivismo aniquilador. Un margen necesario para permanecer en el impulso investigador que acompaña la necesaria transición energética.

Si hace tres meses en la COP salimos decepcionados por la falta de un compromiso global para detener el cambio climático el minúsculo virus nos ha demostrado en unas semanas que lo que a todas luces parecía imposible se puede acometer sin revoluciones ni derramamiento de sangre, sin rasgarse las vestiduras del capital y sin volver al medioevo. Podemos parar el crecimiento desaforado, poder podemos.

Es posible que la caída de la bolsa nos altere, a los humildes menos. Lo cierto es que se abre una nueva oportunidad para que la especulación financiera (que consume 70 veces el PIB mundial) reconsidere sus expectativas, rebaje su ímpetu saqueador y racionalice el mercado a dimensiones que desahoguen las deudas y reequilibren el sentido de la economía hacia las medidas de lo real, abandonando ese proceso de vender lo imaginario a costa de esquilmar a los productores primarios, los reales, los necesarios, los que hacen que podamos comer todos los días.

Quizá el virus consiga también que la política, el capital y la población empiecen a contemplar las desventajas del hacinamiento en urbes desproporcionadas, manirrotas y contaminantes. Quizá sea esta, antes del caos, una oportunidad para valorar las innegables ventajas de un crecimiento sosegado y acorde a los ritmos naturales. Nunca hemos tenido mejores herramientas para acometer un descanso bien ganado en nuestra carrera consumista hacia el abismo.

Puede incluso que se vea el campo como algo más que un caladero de voto fácil y se entienda que ese mundo abandonado y paupérrimo está listo para ofrecer salud y biensentir. Sería un disparate no comprender ahora que podemos y debemos seguir siendo los humildes colaboradores de una naturaleza que no ha parado de darnos parabienes y que el sprint entre depredadores insaciables no nos lleva a ninguna meta estable.

Para Cuenca, y tantos otros pequeños lugares aparentemente deprimidos e inútiles, sumideros de CO2, guardianes de los bosques, el virus muestra, por ahora, cierta benevolencia. No saquemos conclusiones precipitadas. La naturaleza no nos juzga ni moraliza, ella hace su inescrutable trabajo genético. Sin embargo ¿no es verdad que nos sentimos más a salvo mirando las ramas verdes de sus pinos y bajo la sombra de una chopera? ¿No es este un momento propicio para valorar la aparente intangibilidad de nuestra riqueza?

Lo que ayer era olvido, abandono, migración y vacuidad hoy se presenta como una promesa de tierra firme para construir con sensatez un futuro diferente. Disponemos de una semilla sin adulterar, de una arcilla amable para la sostenibilidad y el desarrollo de una economía de proximidad. Estamos situados geográfica y técnicamente en las condiciones idóneas, casi privilegiadas, para incorporarnos a la transición energética y convertirnos en un auténtico ejemplo de cómo las energías renovables pueden renovar nuestro panorama tecnológico y sanarnos de nuestra gripe endémica: el empleo. Basta con que conservemos lo que tenemos, dejemos de contaminar lo poco que contaminamos y abortemos proyectos faraónicos de desarrollo oportunista que quieren enriquecerse deprisa, arruinar nuestros productos y nuestros recursos para salir corriendo dejando atrás sus residuos, esas heridas incurables.

Abramos los ojos a la contundencia del virus, no cabe otra. Sabemos que es un momento difícil para tomar decisiones, pero es precisamente en estos momentos revulsivos cuando hay que tomar impulso y saltar de la rancia mansedumbre a la acción coordinada. Transitar por el siglo XXI va a exigir, ya lo estamos viendo, cintura y arrojo. Del mismo modo que el miedo se nutre de la ignorancia, en la valentía se crece por el conocimiento. Si sucediera que van a pasar unos días en casa encerrados, no se tumben a mirar la tv, comer chuches y compadecerse, aprovechen para alimentar su saber. La curiosidad, ese estímulo prodigioso de nuestro cerebro, nos ha llevado, entre otras muchas cosas, a comprender el sufrimiento del otro; solo somos humanidad cuando hacemos lo que está en nuestra mano por reducirlo.