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El valor de la palabra

Iba a titular este artículo El dardo de la palabra, al recordar el conocido libro de Fernando Lázaro Carreter, pero he cambiado “dardo” por “valor”, al considerar que, siendo cierto que las palabras pueden herir como las balas y dejarnos cicatrices que nos recuerden el daño que nos han hecho, también pueden ser flores que nos hace sentirnos más felices y ver la vida de forma más placentera.

Pero cuál es el valor de una palabra, si no existe un mercado de palabras que fije unas cantidades al menos de referencia ¿cómo calcular entonces dicho valor? Mi aportación personal a tan importante tasación la baso en dos factores: el temporal y la fuente.

El temporal se refiere a que antiguamente, el valor de la palabra dada iba a misa, incluso en asuntos no estrictamente eclesiásticos, lo que anulaba la necesidad de documentos que avalasen su veracidad o cumplimiento, al contrario de lo que sucede en la actualidad en la mayoría de los casos. La fuente refuerza la anterior teoría al valorar más quien lo dice, que lo que dice., si bien es cierto que, como dijo Montaigne “La palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha”.

Aunque la verdadera razón de animarme a escribir sobre la palabra, ha sido lo dicho por Alberto Núñez Feijóo, así de sopetón y como el que no quiere la cosa: “Reivindico la política de la palabra. Sin palabra no hay política”. Con independencia de su contenido y, por supuesto, que se cumpla o no, he de reconocer que se trata de una frase contundente que me ha dejado sin palabras.

Sin duda, piensa don Alberto que, aunque ahora diga digo y después dijera Diego, daría exactamente igual, porque, como tantos otros, cree que las palabras se las lleva el viento del olvido; obviando la existencia de las hemerotecas que se empeñan tozudamente en traer, cuando interese, a la memoria colectiva, que las palabras dichas, como una de las verdades del barquero, o no se cumplen o se dijeron a la ligera, dando por supuesto que no se podría demostrar que se dijeron, siendo, por tanto, su palabra contra la mía, y la mía vale más, por supuesto.

Cuánto echo de menos La cárcel de papel, aquella implacable sección de La Codorniz, porque estaría llena de esas palabras que circulan libre por nuestra sociedad, haciendo de las suyas sin medida ni pudor, sin importarles su impacto ni su rigor, ni que denoten la falta de cultura, conocimiento o responsabilidad de quienes las profieren. Claro que la citada revista era “la más audaz para el lector más inteligente”.  No digo más, ¡palabra!