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Una riqueza

L

a celebración de la festividad de la advocación de la Virgen que bajo el título de Nuestra Señora de Urkupiña tiene su santuario en la localidad de Quillacollo, en el departamento de Cochabamba, es uno de las mayores eventos religiosos, folclóricos y sociales de Bolivia y su relevancia alcanza no sólo a quienes en sus tierras viven sino asimismo a cuantos originarios de ese país viven fuera de él. Así ocurre con los que se asientan en nuestra española nación que cada año, en el fin de semana más cercano al 15 de agosto, fecha de esa festividad mariana; ese día las bolivianas y los bolivianos residentes entre nosotros se dan cita en Barcelona o en Madrid para, acudiendo a ellas desde cualquier otro punto del Estado, conmemorarla. Con tal celebración se topó, inopinadamente, este articulista el pasado sábado cuando, tras haber visitado algunas de las exposiciones temporales ofertadas por uno de los museos que jalonan el madrileño Paseo del Prado, se dio de buenas a primeras con inicialmente los preparativos y a continuación el desarrollo del más que nutrido desfile que desde la plaza de la Cibeles a la de Atocha iba a convertir la vía bella vía urbana capitalina, a partir de las cuatro de la tarde, en un río de colorido, música y alegría colectiva compartido por sus directos protagonistas con cuantos, avisados o, cual era mi caso, por sorpresa, nos encontramos sumergidos en el festivo ambiente de su celebración: miles de ciudadanos del país andino agrupados en los colectivos que denominan fraternidades, en un destellante y para los no iniciados sorprendente despliegue en tránsito de bailes y vestimentas –de la panoplia de variadas tonalidades de las polleras, anacos y sombreros de t’ika de las mujeres a los especialmente impactante barrocos atuendos carnavalescos de algunos de los integrantes masculinos del desfile, reflejo unas y otros de la fusión de la historia precolombina y colonial, los  elementos indígenas y los europeos en inseparable alianza– que ante nuestros asombrados ojos conformaban un impactante espectáculo visual de colores y patrones estilísticos reflejo de la acusada riqueza de la diversidad de la flora, la fauna y las costumbres sociales de las diferentes comunidades integrantes de su vario mosaico etnográfico. Una riqueza  vital y cultural que –cual la de tantas otras comunidades hoy presentes, por mor de la emigración, en nuestro día a día– no deberíamos desaprovechar a despecho de quienes tan sólo ven en su vivir entre nosotros peligros y asechanzas a despecho de la real necesidad que de ella, de esa emigración, tenemos para nuestro propio sostenimiento social y económico y de tantos y tantos ejemplos personales de desinteresado aporte personal –por venirme al quizá más reciente, el de ese pintor brasileño que con riesgo de su propia vida evitara este último miércoles que un chavalillo de seis años se precipitara a la calle desde el balcón de su vivienda– nos brindan una y otra vez. Una riqueza que tan al alcance de la mano y tan gratuita tenemos. Una riqueza que estúpidos seremos si no la aprovechamos.