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Qué Sería de Nosotros sin los Mitos

Llegó mi querido Lázaro cinco minutillos tarde a la cita. Eso no se considera descortesía por estas tierras; que ni siquiera se piden disculpas, vamos. En eso Lázaro rozaba la perfección. No llegaba a la hora casi nunca, pero tampoco llegaba tarde.

El día venía con un buen “apretón” de calor de principio de verano (ahora se llama ola de calor que angustia más) que te deja aplastado para cuando hay que enfrentar la larga tarde. Aún así Lázaro, fiel a sus principios, apareció con camisa con el cuello abrochado, corbata y americana. Ese uniforme, por llamarlo de alguna manera, se dejaba ver algo raído por la frecuencia de uso, pero es que no soportaba bien ni miraba con agrado “la forma de vestir de ahora”, como él decía. Su ejercicio de tantos años del magisterio y un respeto verdadero al alumnado le hicieron exigente consigo mismo en el atuendo.

Entró a la cafetería de tantos encuentros, se detuvo unos instantes para acomodar la vista a la poca iluminación y se acercó, me saludó con una mano sudorosa y tras el intercambio de frases habituales de “cómo vas con lo tuyo” y la pertinente puesta al día me comentó que, en su opinión, vivimos de espaldas a las estaciones y que así nos va. Con tanto aire acondicionado como se pone en las casas la gente no se entera de lo que es el verano de verdad; no se escucha a las cigarras ni a las chicharras, no se busca la sombra, se lee muy poco y no se respetan las horas de siesta.

Me permití decirle que esa España de la que hablaba me temía que ya no existía o que tendía a la desaparición y además que estábamos viviendo un cambio climático que nos lleva a extremos en todos los sentidos, lo cual no le convencía y decía que es que no aguantamos como se aguantaba antes, en todos los aspectos.

Para consolarle de ese pesimismo de educador jubilado ante una sociedad que no comprende, le comenté que según las encuestas parecía que se estaba recuperando la lectura. En todas la regiones y en todas las edades. No era algo espectacular pero era esperanzador  y que, probablemente, en las horas muertas se iba leyendo; como antes…

Coincidimos en que la gran licencia de la literatura es poder jugar con los mitos, entrar dentro de ellos, transformarnos a nosotros mismos por un rato y simplemente, cerrando el libro, volver a la realidad. Porque al final qué sería de nosotros sin los mitos, sin alguna leyenda de esas que llevan un poco de verdad y un tanto de exageración. En los libros está permitido.

Si no se visitan los libros en la búsqueda de lo imposible puede ocurrir que los superhéroes se escapen de allí, se encarnen y campen por sus respetos teniendo una idea elevada de ellos mismos y se pongan a salvar patrias o a inventarlas, a crear extraños lenguajes o lo que es mucho peor: resolver problemas que no existen o tenerlos que crear para que luego nos puedan decir que nos han salvado ellos. Visto lo visto, lo mejor es que los héroes no salgan de sus páginas.

Tras la reunión, volví a mis quehaceres en casa y me senté a escribir. La ventana abierta; no había ruidos. Se ahuecó la cortina por alguna brisa que pasaba despistada en la tarde chicha y dejó pasar el rumor de unos chavales que discutían. Ni idea de lo que iba el asunto pero la discusión iba subiendo y al final, uno de ellos, llamó al otro “desgraciao”, “malparido” y me pareció distinguir “hideputa”, si bien esto último pudo no ser pretendido sino a causa de la falta de aliento tras el torrente de improperios.

En ese momento de la tarde temprana fue como un cubo de agua fresca o un trago de vino recio (de los que rascan) que te saca de la molicie de las tardes eternas y me dio por pensar que quizá el chaval, dado el repertorio, era lector aparte de consumidor de series, porque esos insultos ya no se estilan. Fue algo ligeramente reconfortante.