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Una preocupación entendible

El pasado uno de enero venció la moratoria que impedía construir o ampliar macrogranjas porcinas en Castilla-La Mancha, un aplazamiento que afectaba a veinticinco proyectos en diecinueve municipios de nuestra provincia –sesenta y uno en cuarenta y tres en toda Castilla-La Mancha–, un vencimiento que lógicamente abre la puerta a la reactivación de los proyectos previos existentes y por ella temporalmente paralizados y hay que suponer que también a otros que las empresas cárnicas puedan planificar. Dado que este tipo de establecimientos, como señalaba el “Informe de evaluación del impacto ambiental de las macrogranjas porcinas y su relevancia en el contexto nacional” elaborado por expertos para la Fundación Renovables y financiado por el ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico y publicado en abril del año pasado, las macrogranjas, al presentar  características distintas del resto de instalaciones ganaderas, provocan efectos diferentes en su entorno ya que al concentrar  en poco espacio a un gran número de cerdos la presión sobre los recursos y la potencial gravedad de sus impactos son mayores que si esa misma cantidad de animales se encontrase distribuida en una mayor extensión, y dado que el principal residuo de estas instalaciones son los purines –un líquido o semilíquido, con fuerte olor amoniacal, resultado de la mezcla de las defecaciones, aguas de lavado y restos de piensos, que presenta una alta concentración de materia orgánica, nitrógeno y fósforo– que tienen un gran impacto ambiental por lo que requieren una muy correcta gestión, la desaparición de la citada moratoria ha despertado la preocupación en los movimientos sociales opuestos a la extensión de estas explotaciones como, por ejemplo, los treinta colectivos vecinales integrados en Stop Ganadería Industrial C-LM que ya han alzado la voz para señalar que aun cuando la Consejería de Desarrollo Sostenible sostiene que la ganadería industrial tiene todavía mucho margen de crecimiento en nuestra Comunidad Autónoma y por tanto no se plantea limitación a su crecimiento, nuestra región ya sería la que tendría una mayor proporción de su suelo declarado como zona vulnerable a nitratos, con un 47% de su superficie tipificado con esta categoría por las altas concentraciones de esos componentes en sus aguas subterráneas, un dato al que cabría añadir que según datos del SINAC-ministerio de Sanidad, en nuestra propia provincia treinta y dos pueblos han superado en algún momento el nivel permitido de nitratos en su agua de grifo desde 2016. Por todo ello es más que entendible esa preocupación –a la que se une también la de la asociación Pueblos Vivos que reúne a más de veinte movimientos vecinales de la provincia desde su creación en 2017– por unas instalaciones que consideran que lejos de crear tejido económico en el territorio o fijar población amenazan la calidad de vida de los pueblos con malos olores, problemas de salud pública, contaminación de agua y suelos con exceso de nitratos, un modelo de ganadería que estaría además en contraposición al de unas granjas más pequeñas que serían mucho más sostenibles y ecológicas, una postura que, permítanme que me defina,  también estoy más que convencido que sería la que se debería seguir.