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Para vinos, Teatinos

Escribía Xavier Domingo, en el prólogo de su libro El vino trago a trago, que hacer un buen vino “es hacer nación más que pronunciar discursos”, y es que, si los distintos discursos pueden crear desuniones patrias, la diversidad de vinos bien elaborados, en mi opinión, ponen a los diferentes de acuerdo.

Reconozco que me gusta el buen vino, sin ir más allá de lo que a mi paladar le resulta placentero, pues ni soy un entendido ni pretendo serlo, pero creo que, al menos, sé distinguir un buen vino de otro menos bueno, y no digamos ya de uno “peleón”. Pero el vino, además te aporta mucho más que otra bebida, ya que cuánta literatura no se habrá escrito en torno a esta exquisitez. A mí, por ejemplo, en numerosas ocasiones que tengo en la mano una copa de vino, me trae al recuerdo los versos del poeta sevillano del siglo de oro Baltasar del Alcázar: “Con dos tragos del que suelo llamar néctar divino, y a quién otros llaman vino porque nos vino del cielo”.

En anteriores artículos he escrito sobre vinos elaborados allende nuestras fronteras vitivinícolas, pero hoy lo voy a hacer de vinos de nuestra tierra y, más específicamente, de los obtenidos en la Sociedad Cooperativa de Casas de Fernando Alonso; y la razón para ello no ha sido otra que me llamó la atención que, en el último Concurso de vinos de la Diputación Provincial de Cuenca, se premiara a distintos vinos de la provincia en función de cada categoría en la que participaban, pero que en el caso de los que tenían más de tres años el primer y el segundo premio lo obtuviera la citada cooperativa.

Mi curiosidad me llevó a interesarme por las características de tales vinos y lo primero de descubrí es que el terreno donde se crecen y maduran las uvas está compuesto de suelos arcillosos con cantos rodados, lo que indica que es una tierra fértil proveniente de un cauce fluvial, como sucede con denominaciones de sobra conocidas como la Ribera del Duero, Toro o Ribera del Ebro (Rioja Alavesa) y, en un alarde de atrevimiento, me puse en contacto con el enólogo de Teatinos, que me atendió amablemente y me proporcionó la cata que les reproduzco a continuación:

“Vinos tintos de color profundo y tonos violáceos muy destacados. Notas de regaliz de fresas, moras y fresa silvestre. En los blancos, notas de pera de agua, piña y corteza de naranja en Viuras y heno cortado y hierbabuena en el moscatel de grano menudo. En boca son carnosos, con un tanino presente a la vez que condensado y una acidez equilibrad y un final muy largo”.

No sería de extrañar que a ustedes les haya pasado como a mí, que, una vez leído el párrafo anterior, me he enterado “de la misa, la media” y creo que exagero, la verdad. Pero como les digo una cosa, les digo otra: me he quedado con unas ganas locas de comprobar in situ las características organolépticas que nos ha referido el experto; así que no descarto darme una vuelta por sus bodegas y animarles a que hagan lo mismo, para convertirnos en el amante al que se refería Dalí cuando dijo: “Un gran vino requiere de un loco para hacerlo crecer; de un sabio para velar por él, de un poeta lúcido para elaborarlo y de un amante que lo entienda”.

Ignoro si el genio de Cadaqués pronunció, con la grandilocuencia impostada que le caracterizaba, después de dar buena cuenta de una botella procedente del Ampurdán, dando igual si era un tinto, un blanco o un cava, pues todos ellos son excelentes, pero poco importa —al menos en mi caso— el personaje que te pueda corresponder en el ciclo “de la cepa al paladar” daliniano, porque lo destacable es que puedas empujarte unos traguitos de lo que yo también suelo llamar néctar divino. ¡A su salud!