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Nostalgias

No deja de ser entre atrayente y misterioso cómo en el complejo juego de la memoria algo, por ejemplo una noticia leída o vista al azar del momento y en principio más que alejada de los que uno consideraría sus intereses del ahora, puede, vaya usted a saber el cómo y el porqué, despertar de repente todo un universo de nostalgias, en quien, sin haberlo esperado, la recibe entremezclada con tantas otras en principio de mucha mayor enjundia y trascendencia para su cotidiano existir personal o comunitario.

Es lo que –y permítanme que dando de lado mi costumbre de referirme en estos mis semanales comentarios a sucesos relacionados con hechos de nuestro más o menos próximo entorno colectivo, me venga en el de hoy a algo tan absoluta y radicalmente personal pero en lo que quizá también, pese a su condición de tangencial, incluso en su aparente a primera vista nimiedad, puedan muchos de  ustedes reconocerse, no en el sucedido concreto, claro, pero sí en proceso, no sé si calificarlo de psicológico o de anímico, al que estoy aludiendo.

Pero justo es que vaya ya al hecho concreto que, al experimentarlo, me ha llevado a estas disquisiciones: el caso es que al leer, en el inicio de esta misma jornada en que tecleo estas líneas, algo tan alejado de mi propio hoy como el fallecimiento de un más que veterano –a punto andaba de cumplir en un par de días los noventa y uno– ciclista belga, Rick van Looy, que no sé si a la inmensa mayoría de los más mayores de ustedes les sonará siquiera pese a la fama que en su día alcanzara, no es que me haya transportado mentalmente a repasar su carrera como deportista ni a su competitiva relación con otros dos de sus más egregios en este campo paisanos competidores, van Steenbergen y, especialmente, el imbatible Eddy Merckx, sino, lo que son las cosas, a las tan habituales en mi niñez carreras de chapas que los chavales de mi época disputábamos en las arenosas pistas por nuestras manos trazadas en la arena de los parques o de los solares, chapas cuidadosamente preparadas –del lijado de su superficie a, por ejemplo, el aumento de su estabilidad con algo de cera– y decoradas con los colores de los equipos por entonces existentes en esa modalidad deportiva de las dos ruedas o en las respectivas selecciones nacionales, y, por supuesto, individualizadas con los nombres personales de sus integrantes, uno de ellos, desde luego en mi caso –ya ven por dónde viene el asunto– el del magnífico sprinter y clasicómano de tomo y lomo van Looy; unas carreras no flor de un día sino prolongadas jornada tras jornada a modo y semejanza de las etapas del Tour galo, del Giro italiano o de nuestra nacional Vuelta, con detallada normativa establecida, apunte puntual de resultados y confección de las correspondiente clasificaciones individual y por equipos cual las nacidas de la disputa de sus protagonistas reales.

Y bueno, pues –también cualquiera sabe cuáles han sido a su vez las razones de ello– me he puesto hoy a contarles todo esto, que lo mismo maldito les importa, en vez de haberles hablado de inauguraciones oficiales de hospitales, decisiones judiciales sobre líneas ferroviarias condenadas a desaparecer o, ni siquiera, del ambiente prenavideño que ya inunda nuestras calles que probablemente es lo que debería haber hecho. Discúlpenmelo en su benevolencia.