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Insensato vandalismo

Tiene poco más de una hectárea pero es sin duda la joya del centro urbano de la parte baja tradicional de nuestra capital. Islote de tranquilidad a un paso de Carretería y de la pintoresca calle de los Tintes, el Parque de San Julián, con su elevada variedad arbórea, su garboso templete central –el Kiosco de la Música, vaya, que decimos y que hoy por fortuna luce el guiño alegre de sus restaurados mosaicos– la belleza de las esculturas de Marco Pérez  que lo engalanan y  la de sus pequeñas también esculturales fuentes, ha sido desde su construcción allá por 1915, bajo el nombre en aquel primer momento de Parque de Las Canalejas, y en buena medida continúa siendo, un enclave fundamental para la vida social de la ciudad. Por ello, aparte de la intrínseca condición malvada del hecho, cuantos tantas veces nos hemos solazado en su recinto nos sentimos especialmente violentados días atrás por el irracional vandálico atentado sufrido en la primera noche de las pasadas fiestas de San Mateo por una de esas aludidas fuentecillas, la ubicada en su lateral sur, en detestable acción por fortuna ya contrarrestada, en inmediata aplaudible respuesta por el Servicio de Aguas del consistorio municipal que ha hecho que el niño y el cisne que la configuran hayan vuelto ya a su a la par funcional y ornamental papel. Uno, la verdad, no acaba ni de entender ni de explicarse tal barbarie, tales desatinos, tales sinsentidos, lamentablemente sin embargo tan frecuentes, tan demasiado frecuentes, en nuestro día a día y que por desgracia, aunque los parques parezcan ser precisamente los espacios favoritos de estos vándalos empeñados en destrozar sus áreas de juego y dañar los aspersores y programadores de riego en ellos instalados, alcanzan también a muchas otras zonas ciudadanas. Unos atentados contra el patrimonio de todos que obligan a nuestro ayuntamiento y a otras instituciones a destinar un buen monto monetario para afrontar la reparación de los destrozos sufridos por el mobiliario urbano –bancos arrancados, señales deterioradas, papeleras descuajeringadas– incluso a su sustitución, como también a la limpieza, por ejemplo, de tantas pintadas como salpican afeándolas y dándoles una pátina de pringue y mugre, nuestras calles, muros, fachadas y elementos señaléticos. No es un fenómeno, por desgracia bien que lo sabemos, privativo de nuestra ciudad sino que se inscribe en una deplorable realidad que afecta a tantas otras en nuestro país y en tantos otros y a la que no es fácil enfrentarse, pero sí es, desde luego, algo para, además de tomar conciencia del problema reflexionar, colectiva sí pero también individualmente, tanto sobre cómo hacerle frente en el ahora mismo como sobre, especialmente, sus causas y las no desde luego fáciles pero desde luego indispensables posibilidades de remediarlas.