La confianza y las chapuzas
Les pasa a los ciudadanos con la política lo que nos pasa a todos cuando contratamos una chapucilla. Llamas a un conocido de un amigo que llega con las manos en los bolsillos, un pelín tarde, después de varios aplazamientos, eso sí, con una amplia sonrisa y cara de estar haciéndote un favor. Te parece buena gente. Hace algunas observaciones que tú más o menos ya te habías hecho. Habla con absoluta convicción de lugares comunes, se nota que sabe de lo que está hablando. Señala con el índice y añade una puntualización oscura, semitécnica, que no acabas de entender. Asientes, no preguntas, en parte por vergüenza, por no quedar como un ignorante. Se ve que sabe, te convence de que es asunto que no debe dejarse de lado, que otros te harían una chapuza, que la cosa se puede complicar y estropearse mucho más. Calculas por las palabras complejas que está usando que ese amenazador detalle subirá el precio de lo que has imaginado que costará el asunto, pero no preguntas cuánto, en parte porque tienes la secreta impresión de que si no lo preguntas será más barato.
Cuando después de invitarle a un botellín le pides precio te dice que no se sabe, que como es cosa de poco, que por jornales si quieres, pero que depende, que veremos si no sale algún otro roto que haya que apañar sobre la marcha, pero que no te preocupes, es cosa de poco. No te hace mucha gracia no poder hacerte una idea, presupones que estas cosas son así. Piensas en el amigo que te dio su teléfono, todo va a salir bien, seguramente mejor de lo que tu más o menos tienes calculado. El precio que el tipo tiene en mente difiere bastante del que tienes tú, pero ninguno de los dos contrastáis esa información, hay confianza. Para qué vamos a concretar, es un profesional, se dedica a esto, no es necesario dar detalles, menudo engorro, así está bien, cada uno cumple su parte, él me hace el trabajo, yo le pago y punto.
Con los políticos pasa otro tanto. Más últimamente. No nos presentan ni proyecto, ni programa ni presupuesto, no firmamos con ellos ningún tipo de papel ni contrato. Nos fiamos. ¿Por qué? Porque habla con convicción, con voz enérgica de indiscutible certidumbre, de saber bien lo que pasa y lo que pasará, de los graves problemas que nos amenazan si no le votamos a él, de lo malos, lo inútiles que son los de la oposición. Su seguridad despierta en nosotros una inespecífica empatía que se cifra en su poderío para atacar al contrario, en su sorna, en su desparpajo para deshacerse de preguntas incómodas. Hay además ciertas filiaciones de tradición, de cofradía, de tribu, de paisanaje. Se nota que es de los nuestros. Nada puede salir mal. Es la clásica confianza con el codo en la barra del bar.
No hace falta que les cuente cómo acaban esas chapucillas, si es que acaban. Es posible que, aunque no hayan perdido del todo la amistad, ya no vuelva a llamar a aquel amigo. No por nada. ¿Ponemos la confianza en el sitio equivocado? No. Confundimos su naturaleza. La creemos una fuerza invisible, como la de los Jedi: un ente inmaterial que brota espontáneamente de mi interior y se entrelaza con el vago fluir de las circunstancias para que a ser posible discurran a mi favor.
Seré breve: la confianza no se presupone, se construye entre dos a través de experiencias reales, de formulaciones conjuntas, de concesiones y sobre todo de diálogo. La confianza no es un codazo cómplice con un oscuro interés. Ha de darse para que te la den, es cierto, pero eso no quiere decir que no precise de la piedra de toque de la comprensión, de la mutua comprensión. Se consolida gracias a todo aquello que el otro nos proporciona para eliminar nuestras dudas e incertidumbres y crece desde lo profundo, nunca desde lo superficial. La confianza se cría, se expande y fructifica donde hay claridad. Extrapolen para la política.