Barrer el barro
Hace tiempo pensaba que el cambio climático llegaría para amargar la vida de nuestros nietos. Hace ya unos años que le digo a mi hijo y a sus amigos, y a todo el que quiera oírme, que el cambio climático debería ser su prioridad, sobre todo cuando empezaron a emitirse informes sobre la desestabilización de la AMOC (la corriente oceánica que redistribuye el calor en el océano Atlántico). Hace un par de semanas escribí en esta columna: “El cambio climático va a exigir medidas de adaptación y de mitigación urgentes que deben estar ya en los planes urbanísticos y en los planos de los arquitectos: menos CO2, una economía suave (por no decir decrecimiento) y más consciencia de la necesaria transición energética, de la reutilización y del ahorro”. Ahora en Valencia hemos visto que el cambio climático ya está aquí, incluso para los que quieran seguir negando su existencia.
Lejos de mitigarse el calentamiento global no cesa de acelerarse. Cumpliendo los más optimistas planes, las emisiones de gases de efecto invernadero en 2030 apenas reducirían un 2,6 por ciento las cifras de 2019, en lugar de la reducción necesaria del 40 por ciento. Los informes publicados antes de la conferencia climática COP29 de este noviembre en Azerbaiyán muestran que las políticas nacionales existentes para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en virtud del histórico Acuerdo de París de 2015 calentarán el planeta cerca de 3 grados Celsius para 2100. Los planes que se han consensuado en las COP “están muy lejos de lo que se necesita para evitar que el calentamiento global paralice todas las economías y arruine miles de millones de vidas y medios de subsistencia en todos los países”, así se expresó recientemente el secretario ejecutivo de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, Simon Stiell.
Los jóvenes barren con ahínco y rabia el barro en Valencia. Se vuelcan con el aspecto desalentador de la realidad, su corazón palpita de solidaridad y sus manos piden acción. Es normal, somos una especie exitosa porque disponemos del gen de la ayuda mutua aun por encima del gen egoísta. La empatía y la bondad nos han puesto en el camino de buscar el conocimiento que aleja el miedo, el dolor y el sufrimiento. La comunicación y la transmisión generosa y veraz de ese conocimiento nos ha traído hasta aquí. Ahora, ¿qué podemos hacer?
El clima está cambiando, cada vez más deprisa. Su cambio es incontrolable, prácticamente impredecible. En los próximos años podremos morirnos de calor o de frío, de sed o enterrados en el barro de una riada. Recibiremos migraciones y migraremos. Las cosechas fluctuarán mucho, las fronteras espinarán sus muros y los precios seguirán subiendo, dejando a muchos con el agua al cuello y a otros debajo del nivel de la supervivencia.
Parece que la única actuación fiable consiste en hacer todo lo posible por conservar el clima que teníamos, el que hemos tenido durante más de 10.000 años. Para lograrlo hay que provocar el cambio, asumir el cambio, trabajar en el cambio. Necesitamos un cambio de paradigma global, no uno parcial ni nacional. El desafío es integral, porque la atmósfera rodea todo el planeta, no es propiedad de ninguna nación, y las corrientes oceánicas no obedecen a la tradición, ni siquiera a los todopoderosos estatutos liberales.
Sabemos que se precisa algo más que “el actuar localmente”, más que “políticas cosméticas de aparente sostenibilidad”, mucho más que los planes “nacionales” de energía y clima. Se precisa abandonar la política adolescente del berrinche y la queja, del insulto y la contienda perpetua. Necesitamos poner en marcha un Plan de la Humanidad para el cambio, ahora que todavía tenemos tiempo, cierto orden y recursos efectivos. Para ello, hace falta asumir la idea de que somos una misma especie, en peligro de extinción. Una sola especie sin bandera que necesita una institución en la que estén representadas todas las palabras útiles, todas las conciencias abiertas, todas las voluntades para el diálogo y la paz, toda la suma del mejor y más contrastado conocimiento para diseñar, redactar, consensuar y emprender los pasos a dar, y darlos, y que no haya quien se atreva a poner la zancadilla, como hoy no hay quien se atreva a pensar en ponérsela a los jóvenes que barren el barro.