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MUSEO DE LAS CIENCIAS
Eduardo Soto
17/05/2020

El virus bipolar

Lo explicaré así. De alguna manera la pandemia nos ha conducido a una especie de humor bipolar transitorio. Igual nos sentimos melancólicos y, atenazados por un miedo cerval, deseamos que nos confinen y prohíban salir a la calle, que, poco después, rogamos, insistimos y pataleamos porque nos liberen y nos dejen vagar a nuestro antojo. Quisimos que se prohibieran las manifestaciones y hoy las reclamamos y propiciamos incluso infringiendo las recomendaciones sanitarias. Esta desorientación de nuestra psique muy bien puede venir inducida por las exigencias anómalas de un confinamiento tan prolongado. O quizá se trate de una conducta derivada de la volubilidad que nos engendra la inseguridad y el miedo, ambos resultantes de una inevitable incertidumbre. ¿Cuándo y cómo acabará esta pandemia? No lo sabemos.

Nos levantamos una mañana con un miedo desproporcionado a la muerte. La enfermedad puede ser blanda, invisible, muy dura, incluso mortal. El miedo devora el apetito por vivir y el cerebro pulsa todos los recursos disponibles para detener ese runrún. Pero este runrún vírico no es un consumible digital, no se acaba con un tweet, no se apaga a los 3 minutos de vídeo. Nos espera con el café para resonar en la radio y en los medios de comunicación y recordarnos que va para largo, como arcano natural no se rige por la forma que teníamos de entender el tiempo. De modo que esa mañana pensamos que lo mejor es mantenerse en casa todo lo posible, al menos hasta que se invente una vacuna.

Al día siguiente, agotados de mantenernos en posición de pánico, aburridos del encierro y de nosotros mismos, nos acercamos a la ventana, respiramos profundo el rejuvenecido aire de nuestras ciudades y nos damos el pase para seguir viviendo. Necesitamos dinero de forma perentoria o simplemente añoramos salir a trabajar, degustar la táctica consoladora de aquella rutina. Arrinconamos el miedo y puede que incluso nos autodemostremos que la enfermedad no existe, que es un invento, una mentira global. Si hay vacuna, como si no, queremos ser dueños de nuestro destino, pisar la calle, arrostrar la amenaza, luchar o morir. Es otra opción.

A conciencia no les he dado color político a estas elecciones, entiendo que es una confusión secundaria que no deja de tener su relevancia pero que evidentemente está lejos de las verdaderas emociones que acompañan a cada cual a su diván. Prueba de ello es que evolucionamos de una a otra de estas fluctuaciones humorales en este país o en otros con políticas dispares. Cuando los futuros libros de Historia recojan el episodio del Covid hablarán del número de muertos, de los avances que produjeron las sinergias singulares en el campo científico, de ciertos episodios anecdóticos, y (esperemos) poco más.

Vivimos un momento impredecible, del que no disponemos de las claves más básicas para acertar en un vaticinio. No analizamos un comportamiento humano, es un virus, probablemente el ser más enigmático para la ciencia actual. Quizá le afecten las estaciones o las fases de la luna, pero nuestra urgencia está completamente fuera de su atención. De modo que si hay un consejo que se le puede dar a los que tienen miedo es que no se pongan plazos. El miedo puede causar estragos emocionales graves, incluso a personas alejadas de la amenaza del propio virus. Nubla la razón, nos hace oscilar entre la depresión y la agresión, la espera pasiva o el impulso irreflexivo.

Hechos. Lo que sabemos es que la pandemia no va a desaparecer simplemente porque volvamos a trabajar. Priorizar la economía tampoco le ha servido a Suecia para impedir su decrecimiento económico. Sin una vacuna o un tratamiento eficaz, el virus puede circular durante años. Sabemos que hoy la medicina está mejor preparada que ayer, con tratamientos más ajustados y eficaces, que los hospitales están mejor dotados, que la experiencia que ha adquirido el personal médico en dos meses frenéticos es ya un máster en sí mismo y que ello ha redundado en que los que sanan sean muchos más que cuando empezó la pandemia. Sabemos que el desconfinamiento genera nuevos contagios. Sabemos también que la evolución del caso nos ha hecho a todos cambiar varias veces de opinión. Lo que nos parecía exagerado a primeros de marzo, como evitar darnos la mano o un beso, hoy nos parece indiscutible.

Ser cautelosos, mantener la calma y confiar en la medicina no ha hecho mal a nadie. Si se ha de caminar en la penumbra, conviene ir despacito, con tiento. Tenemos que aprender a bogar con la incertidumbre por horizonte. Evitar dogmatismos. Nada hay, ni el cielo, que sea solo azul o solo rojo. Las respuestas verdaderas están al cabo de lo que seamos capaces de dialogar y consensuar entre todos. Probar, errar, volver a probar. Usar criterios transparentes, evitar arbitrariedades. La gracia del pensamiento dialéctico está en la construcción sobre las síntesis no en el empeño cerril por las antítesis.