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"Yo me dedico al realismo: a mí el abstracto, sinceramente, no me gusta"

17/08/2013 - G. Díez

Después trabajar durante años como albañil, la crisis y el desempleo han hecho que  Bonifacio Alfonso Bustamante Jiménez (Cuenca, 1969) se haya decidido a dedicarse a la pintura. Era un sueño que, durante años, permaneció adormilado, pero que su mujer le animó a emprender y al que lleva dedicándose ya tres años. Y ganándose con él la vida, que no es poca cosa en estos tiempos. “Cuadro que hago, cuadro que vendo”, dice con orgullo este ahijado del conocido pintor donostiarra fallecido en diciembre de 2011 Bonifacio Alfonso. Con su padrino en el recuerdo, ‘Boni’, como le llaman muchos, se pasea por la capital conquense con caballete y pinturas, dispuesto a retratar los rincones, tal como son, de una ciudad que ama a pie de calle.

En su estudio, muy próximo a la Puerta de Valencia, una zona de la capital conquense donde todos le conocen, Bonifacio Alfonso nos muestra, a falta de los originales (todas sus cuadros están vendidos) algunas fotografías de sus pinturas, a través de las cuales es fácil apreciar su buena mano como retratista de Cuenca y de sus calles. Todo con mucho realismo.


¿Cómo se inició en la pintura?

Resulta que, de pequeño, con unos cuatro años, pinté un muñeco de nieve, blanco, con unas casas y un farol al que le daba la luz. Al terminarlo, mi padre, Aquilino, que en paz descanse, se quedó mirando el dibujo y se fue corriendo a enseñárselo a no sé quién. Cuando vino, me dijo que yo valía para eso. A partir de ahí, el pintor Bonifacio Alfonso, que era íntimo amigo de mi padre y fue mi padrino, como un segundo padre para mí, habló conmigo, y cada vez que cumplía los años me traía papeles, pinturas, libros para pintar, porque pensaba que en mí había nacido algo. Luego fui creciendo, haciéndome mayor, me casé con Amparo y he sido albañil, oficial de primera, toda mi vida haciendo casas. Llegué a ser autónomo y a tener gente. Pero vino la crisis y quedé en la ruina, sin ahorros, sin un puto duro. No sabia por dónde tirar. Y entonces Amparo, hace cosa de unos tres años, un día de esos en que yo estaba hecho polvo, con depresión, sin ningún escape, me dijo: “Oye, ¿tú no me decías que de pequeño solías pintar?” “Pues sí”, le dije yo. Así que me compró un caballete, un lienzo y un estuche de pintura y me dijo que me bajara a la calle e hiciera un cuadro. Yo no quería porque me moría de la vergüenza, pero ella insistió, diciéndome que, si pintaba y, con un poco de suerte, vendía el cuadro, podríamos pagar la luz, el agua… Y como no había trabajo por ningún lado… Bajé a la Puerta de Valencia, la pinté y vendí el cuadro. Y desde entonces no he parado…


¿Pinta desde hace tres años de forma constante?

Sí, ya me dedico plenamente a ello. Hago retratos de personas y calles o paisajes de Cuenca. Mi último trabajo ha sido el edificio que yo llamo de la Telefónica, junto a Carretería. Lo pinté desde la plaza de la Hispanidad, ‘in situ’, al natural, y lo vendí bien…


¿Vende bien sus obras?

Trabajo terminado, trabajo pagado. Mientras estoy pintando viene la gente, me pregunta que cuánto vale, yo le digo que tanto y, si le interesa, pues vuelve a por él… Sé que aquí en Cuenca hay mucho talento, muchos jóvenes a los que les gusta la pintura, y yo les animo a que tengan valor, que salgan a la calle, que pinten… Porque no es lo mismo pintar un cuadro por fotografía que estar ‘in situ’, ya que así sientes el aire, el calor, los colores… Y se disfruta mucho. A mí al principio me daba mucha vergüenza y se reían todos los vecinos porque, claro, si yo era albañil… Pero que más me da… Era lo que siempre me gustó y ahora estoy disfrutando un montón, se me ha ido la depresión, todo…


Sus pinturas no tienen nada que ver con el abstracto y el surrealismo de su padrino, sino que son más realistas…

Sí, yo me dedico al realismo. A mí el abstracto, sinceramente, no me gusta. Eso de cuatro rayas y cuatro puntos… Yo respeto a todas las personas, pero quiero entender lo que veo. 


La obra de su padrino Bonifacio, entonces, no le gustará…

No, no me gusta, no me gusta. Personalmente, es mi padrino, mi segundo padre, pero su pintura no me ha gustado nunca. A lo mejor la entienden los críticos de las altas esferas, pero yo no he estudiado pintura y no he llegado a entenderla. Yo me voy por el realismo.


Supongo que Antonio López si le gustará...

Cuando estuve en Carretería pintando, vino Raúl Torres y me dijo: “Tienes un estilo a lo Antonio López”. Y no solo él, sino que me lo ha dicho más gente…


Parece un poco increíble que haya iniciado una carrera como pintor sin ninguna formación, más allá de la relación con Bonifacio cuando usted era solo un niño…

Bueno… A mí nadie me ha enseñado a pintar. Jamás en mi vida nadie me ha dicho que esto se hace así o asá, sino que he ido aprendiendo de ver, con la vista, y a puro porrazo. Cuando he hecho lago mal, lo he borrado, lo he vuelto a hacer. Y, cuando he visto que algo estaba bien, lo he colgado en la pared. Me digo: ahora ya se puede ver… 


Antonio López se puede tirar años y años con una pintura. No sé cuánto tarda usted...

Pues, mira, el de la Telefónica, que tenía un metro por ochenta, me llevó cinco o seis días, a ciertas horas de luz, a las nueve de la mañana. 


¿Y le da esta profesión para vivir?

No, no… No sales de pobre. Pero me ayuda a ir tirando.


¿Cuál es su chaché? ¿Cobra mucho por sus obras?

Depende del tiempo que esté, del trabajo que lleve… Hay que sumar las horas…


No sé si llamarse Bonifacio Alfonso le ayuda a vender…

Para nada. Bonifacio firmaba de una manera y yo de otra. Firmo Bonifacio A. B. A lo mejor puede ser que la gente muy allegada a Bonifacio me mire un poco mejor, pero cada uno tiene su talento, su arte, y cada persona es distinta. 


¿Ha entrado en contacto con otros artistas?

En tres años no he conocido a mucha gente… Aunque ahí está Alex, un pintor bastante bueno, Antonio Pérez, Nicolás Sahuquillo…


¿Y qué le dicen de sus pinturas? 

Me animan mucho y me dicen que siga… Sahuquillo, en la Puerta de Valencia, me dijo un día: “Bustamente, eres un artista”.


Ha dicho que estuvo un tiempo en el paro, con depresión… ¿Cómo ve la situación actual?

La verdad es que esto se ha ido al carallo, tío… Ojalá, Dios, que esto se arregle, que los políticos hagan lo que tengan que hacer… Pero la cosa está fastidiada. Pero, en esta situación, si uno tiene algún don, ya sea de pintor, de escultor, de alfarero, pase lo que pase, tiene que seguir. Es mi consejo porque, dentro de la desgracia que nos ha venido, si uno explota eso que sabe puede encontrar una salida.


Usted conoció a Bonifacio Alfonso Gómez. ¿Cómo era?

Era un fenómeno. Nos quería mucho. A mí, con cuatro o cinco años, me ponía en sus rodillas y me daba besos. Era un artista que, cada vez que vendía un cuadro, se bajaba a Las Quinientas y se gastaba el dinero con los gitanos, porque le gustaba mucho el flamenco y se identificaba mucho con mi padre, que era gitano, porque resulta que la abuela de Bonifacio también era gitana. Mi padre fue quien le enseñó a pescar con la caña larga en La Toba, en Las Lagunas… Fue el propio Bonifacio quien habló con mi padre y le dijo, porque yo soy el sexto de ocho hermanos, que tenía que llevar su nombre… 


Era un pintor muy campechano…

Bueno, yo creo que, muchas veces, a la hora de hablar no pensaba y cometía algún error. En ese aspecto era muy vasco con eso de: “¡Qué pasa, joder, eh! Pero sobre todo destaco eso que tenía de gitano: le gustaba la juerga, el buen rollo, siempre estaba feliz…


Feliz, pero una vez recibió una buena paliza....

Sí, una vez, cuando yo tendría 17 años, le pregunté por ello en el estudio que tenía en la calle Trabuco: “Oye, me tienes que decir quién fue porque yo esto quiero arreglarlo”. Pero él me dijo que no pasaba nada, que los había perdonado.