Hace ya cuatro décadas llegaba a las pantallas una aventura sencillamente titulada La guerra de las galaxias (posteriormente rebautizada como Episodio IV: Una nueva esperanza), firmada por un joven realizador llamado George Lucas. Era diferente a cuanto se había visto hasta la fecha, y los rollos de la película (cuando todavía existía algo que parece tan lejano como el celuloide) recorrieron todos los cines que todavía proyectaban en nuestros pueblos; de hecho tuve oportunidad de descubrir a Han Solo y su Halcón Milenario en el Cinema Imperial de Ledaña, que, como la mayoría, cerraría sus puertas antes de completar la trilogía con El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983).
Así comenzó un fenómeno social que marcaría un hito en la historia del cine. De forma que su creador no pudo resistir la millonaria tentación de realizar una nueva trilogía (los tres primeros episodios, debido a que sus hechos son anteriores cronológicamente) entre 1999 y 2005; como tampoco se resistió a las garras millonarias (4.000.000.000 $) de la poderosa multinacional Disney, dispuesta a exprimir la vaca galáctica hasta el infinito y más allá. Cada dos años llegará un nuevo episodio, y las temporadas intermedias se llenarán con otras entregas subsidiarias (los americanos lo llaman spin-off) dedicadas a alguna aventura independiente o bien a un personaje concreto al margen de los episodios, que ofrecen cierta continuidad narrativa.
El Episodio VIII: Los últimos Jedi, se presenta bajo la misma fórmula repetida mientras funcione: recuperar la presencia de los entrañables personajes originales, compaginar las escenas de espectaculares batallas con acciones paralelas pretendidamente emotivas e introducir sencillos mensajes positivos de alcance universal (amistad, valor, integridad…) frente a los villanos de turno (tiranos, traidores inmorales, traficantes de armas…). Y la cosa funciona, el producto resulta tan entretenido como iterativo, complaciendo solo parcialmente a la legión de seguidores incondicionales de la serie, incansables devoradores de batallas espaciales dispuestos a repetir el mismo menú; aunque también los hay que han mostrado los primeros síntomas de hartura y han empezado a bajarse de las naves galácticas pilotadas por los ejecutivos de Disney.
Lo peor de todo es que los guionistas, con tal de ofrecer nuevas emociones y giros inesperados, han ido desvirtuando los caracteres de los nuevos personajes, siendo especialmente significativo el caso de Kylo Ren (Adam Driver), que en el episodio anterior capitalizó la acción para, en esta ocasión, derivar hacia una personalidad bipolar capaz de producir más desazón que otra cosa. Otro tanto de lo mismo sucede con el supremo líder del imperio Snoke (Andy Serkis), que de tirano invencible dotado de una “fuerza” suprema ha pasado a una vulnerabilidad risible. Por no hablar de la evolución corporal y emotiva del mítico Luke Skaywalker.