Curiosamente, coinciden en la cartelera conquense dos producciones cinematográficas que estructuran su construcción narrativa sobre unos personajes que, transitando por una cuerda floja al borde de un abismo, ven amenazadas sus carreras políticas y su aferramiento a las ubres del poder. Tanto El escándalo Ted Kennedy como El reino se mueven por terrenos propios del thriller de suspense para adentrar al espectador en los espacios reservados a quienes mueven los hilos de la gobernación, pero mientras la primera intenta testimoniar en tono (hiper)realista unos hechos relevantes de la historia reciente de Estados Unidos, la película de Rodrigo Sorogoyen prioriza la forma sobre el contenido, adecuando la cámara y sus movimientos a las compulsiones del personaje principal, ese político corrompido sobre el que el inagotable Antonio de la Torre cimienta gran parte del poderío de la película en su expresivo rostro.
Aunque por razones evidentes El reino no haga mención explícita a ningún partido político ni comunidad autónoma (incluso al principio resulta algo farragoso situar las implicaciones de los personajes en la trama), al espectador le resulta fácil asociar las imágenes a determinadas investigaciones destapadas por la guardia civil en las cloacas de la política nacional, y la Gürtel debería figurar en los créditos de los guionistas. Las mariscadas, los viajes de lujo, los yates con señoritas y las reuniones en la médula de mando del partido pronto dejan paso al infierno de Manuel Sánchez-Vidal (De la Torre) en pos de una venganza imposible, intentando arrastrar en la caída a sus compañeros de fiesta, hasta los últimos flecos del poder huelen a corrompido. Cuando la película se aparta de la política para adentrarse en los confines del género de acción y suspense acaba arrastrando, casi sin respiro, al espectador hacia una espiral de tensión (que culmina en la tan agobiante como excesiva escena en la casa de Andorra) que el director maneja con la suficiente solvencia, aunque progresivamente se vaya alejando de los límites de esa realidad más plausible. Se podría decir que la película se desvía del testimonio social (lo que desde mi punto de vista le pone fecha de caducidad al producto final) para acercarse a los manuales representativos del cine actual; y la cosa funciona, hasta el postrero regreso a los cauces de la credibilidad, cuando tras la modulada crítica al poder económico por parte del político acosado, la soflama articulada por la periodista, un remedo indisimulado de la televisiva Ana Pastor, interpretada por la reconocida Bárbara Lennie, expresa toda la indignación y repulsión colectiva contra la amplia clase política representada y concentrada en el personaje principal; apreciable borrón en la escritura de un film notable, que se compensa con la comprensible empatía que el momento consigue establecer con el público español. Lo que no es poco.