En el cementerio de San Isidro de Cuenca, en el epicentro mismo de la belleza, yace para siempre Fernando Zóbel, pintor. El paisaje que desde allí se contempla -la escultura en piedra viva de la hoz del Júcar, la cinta verde del río que serpentea al fondo- es materia de su obra y también de la del poeta Samir Delgado, que ha construido su libro Jardín seco (Bala perdida, 2019) a partir de la contemplación de los cuadros de Zóbel, aunque la propia naturaleza, filtrada por la visión del artista, se abre hueco en sus poemas de igual modo que el río se encajona en la meseta.
Es Jardín seco una obra construida desde el amor a un artista y a un paisaje, y un juego múltiple de espejos, referencias, citas y reconstrucciones. Los títulos de los cuadros dan nombre a los poemas, o se insertan en los versos con una naturalidad anómala; una cantidad torrencial de citas recontextualizan la visión del cuadro, porque el poeta construye una visión no ajena a su experiencia, a sus lecturas, a su manera de estar en el mundo; en ocasiones, el juego va más allá, y fragmentos de los diarios de artista de Zóbel son la esencia misma del poema.
Como en la pintura de Zóbel, basada en un método riguroso de trabajo glosado en la primera parte del poemario (apunte / boceto / dibujo / cuadro), Delgado apuesta por imponerse un sistema de acercamiento al cuadro y conversión del mismo en poema, en su caso la écfrasis o representación verbal de una obra pictórica. Pero que nadie busque aquí una mera descripción: lo que encontramos es una nueva realidad provocada por la pintura en el poeta, y convertida por este en palabra evocadora. Así, pintura y poesía conversan en un idioma compartido, el de una abstracción con un sustrato real del que se aleja en la búsqueda de la emoción más pura, transparente, medular.
Desde lo alto de Cuenca, contemplando el jardín seco de la hoz del Júcar, un pintor y un poeta nos convocan a observar la belleza.