A lo largo de dos décadas, los hermanos Farrelly, Peter (1956) y Bobby (1958), encontraron un auténtico filón comercial en un tipo de comedias tontas muy tontas cuya fórmula han repetido hasta la saciedad, alcanzando su mayor éxito con Algo pasa con Mary (1998), en los límites de la diversión irreverente, perversa y desvergonzada, sin desdeñar los toques escabrosos, escatológicos y de dudoso gusto.
Para cambiar de registro y debutar en solitario, el mayor de los Farrelly parece haber decidido pasarse al “cine serio” con una de esas historias que aúna suficientes ingredientes para garantizar el acceso al gran público y el reconocimiento de la industria; es el aval que suponen las nominaciones y los premios. Primero, contar con una historia de valor universal donde confluye una relación de amistad cimentándose al tiempo que va superando los prejuicios personales sobre el color de la piel, como metáfora donde anidan las raíces de un disparate cultural llamado racismo. Segundo, contar con una pareja de estrellas que utilizan su magnetismo para definir unos personajes capaces de transmitir sensaciones y emociones sin apenas palabras. Tanto Viggo Mortensen, engordado y desprendido de una parte de atractivo para meterse en el papel de un matón de discoteca ejerciendo de chófer, como Mahershala Ali, capaz de elevar al pianista homosexual de la historia hasta una dignidad tan sutil como noble, configuran los dos pilares que acertadamente cimientan la verosimilitud del relato.
Green Book está planteada como una road-movie que nos propone un viaje, durante los últimos meses del año 1962, a las estructuras sociales de los estados sureños donde la política de segregación racial se aplicaba como una norma incuestionada, casi un principio divino. Un virtuoso pianista negro recorre las poblaciones ofreciendo conciertos a la oligarquía social y cultural, como resulta previsible conformada exclusivamente por ciudadanos de raza blanca, que no tienen ningún conflicto en deleitarse con su música, pero otra cosa es que el artista pretenda usar el mismo retrete que su auditorio. Aquello era racismo: ni una estrella de la NBA podía entrar en un restaurante para blancos; parece que el racismo ha evolucionado hacia la simple discriminación económica. En las actitudes y las situaciones generadas por meras diferencias en el color de la piel reside el mayor atractivo de una película que, sin aportar nada nuevo en la argumentación ni en el tratamiento cinematográfico, transporta al espectador en tan viaje previsible como agradecible.
Como toda road-movie que se precie el doble tránsito geográfico y personal propuesto, termina tal y como cabía imaginar, con el reiterado y añadido recurso de mostrar las fotografías de los verdaderos protagonistas recreados por los personajes de una película que está “inspirada en hechos reales”. Por cierto, el “libro verde” del título era una especie de guía para que los ciudadanos de piel oscura pudieran desplazarse por el sur de los Estados Unidos, con recomendaciones de restaurantes y moteles sin problemas raciales.