Tras Dancer (Steven Cantor, 2016), documental centrado en la figura del bailarín de origen ucraniano Sergei Polunin, y Yuli (Icíar Bollaín, 2018), sobre la vida del danzarín cubano Carlos Acosta, llega a las pantallas conquenses este biopic que recrea algunos momentos claves en la biografía de Rudolf Nureyev (1938-1993), considerado una de las más grandes figuras del ballet clásico de todos los tiempos.
El bailarín, cuyo título original The White Crow (el cuervo blanco) hace referencia a la singular personalidad del personaje, centra su mirada en las jornadas previas al momento que Nureyev decide desertar de la Unión Soviética y quedarse en París tras una gira de su compañía rusa, en mayo de 1961, cuando la Guerra Fría entre las dos potencias levanta muros irreconciliables y provoca pavorosas tiriteras armamentísticas. Todo esto aparece sutilmente matizado en el excelente guion firmado por David Hare a partir del libro de la periodista sudafricana Julie Kavanagh “Nureyev: The life”, no editado en castellano.
El problema es que la dirección desplegada por Ralph Fiennes, en su tercera inclusión tras la cámara, resulta estimulante solo a ratos, lo que por otra parte no ensombrece su buena labor interpretativa, como demuestra en su breve pero simbólico rol de Aleksandr Ivánovich Pushkin, maestro, mentor y protector, junto a su esposa, de la joven promesa de ballet. La capacidad narrativa de un director va más allá de enriquecer el relato con constantes saltos en el tiempo, desde una helada y descolorida infancia hasta los inicios en el prestigioso Ballet Kirov de Leningrado. Justo es reconocer que Fiennes sabe dotar a algunas imágenes de un misterioso halo lírico, pero constituyen destellos aislados en un film que, en general, no consigue mantener hilvanada la historia a lo largo del metraje, y en gran medida estos momentos son fruto de la conseguida, a la vez que fría, labor de recreación realizada por los responsables de la dirección artística. Tampoco destaca a la hora de mostrar convincentemente la compleja y en ocasiones arrogante personalidad de Nureyev, aunque en los momentos cruciales, desarrollados en el aeropuerto de París-Le Bourget el 17 de junio de 1961, es capaz de estirar la tensión sin aminorar el interés de los espectadores, aun contando con la desventaja de conocer el desenlace final. La película termina esa jornada, tras una elipsis casi completa de su homosexualidad, una breve línea se limita a informar de su prematura muerte (víctima del sida aunque no se diga) con solo 54 años.
El bailarín resulta, cuando menos, un espectáculo agradable por el ambiente y la figura recreados, acompañados de música y danza al objeto de enriquecer el trabajo, imposible por otra parte, del algo soso debutante Oleg Ivenco para acabar pareciéndose a Rudolf Nureyev. Curiosamente el ucraniano debuta en cine con este personaje, que le sirve para reencontrarse con su compatriota Sergei Polunin, el mismo de Dancer, que aquí interpreta al compañero de habitación en París con el que comparte escenario y algunos pasos de danza que apenas le permiten lucir su talento renacido: ¡esta no es su película!