"Ocho apellidos vascos", la crítica empieza por uno mismo

Desde que los hermanos Lumière descubrieron la capacidad del proyector para provocar la hilaridad en los espectadores, la comedia cinematográfica se convirtió en el género más popular del nuevo invento, con una partida de nacimiento que germina del Regador regado, y marca el desarrollo del séptimo arte con tal fuerza, que hoy casi todos los nombres que podemos recordar del período de cine mudo corresponden a genios de la comicidad.
El espíritu de la comedia sigue intacto en nuestros días, a pesar de la enorme dificultad que entraña acceder a las emociones graciosas de los espectadores, que precisamente desean relegar durante un rato los problemas cotidianos con la mejor medicina que existe: la risa. Lo que justifica, en una época de tremendas dificultades sociales, el inusitado éxito de la película Ocho apellidos vascos, con la que el director español Emilio Martínez Lázaro intenta ofrecernos la dosis adecuada para evadirnos de nuestro brete. ¡Y, al parecer, la cosa funciona!
Martínez Lázaro, que ya nos había hecho disfrutar con una comedia de enredo titulada El otro lado de la cama, se acerca en esta ocasión a los tópicos más estereotipados que el acervo popular ha otorgado a los pueblos por arte de chirigotas, chascarrillos, bromas, ocurrencias y otras gracias más o menos ingeniosas adheridas a las raíces como una etiqueta simplista. Está claro que no todos los sevillanos son meapilas que únicamente piensan en fiestas primaverales vestidos de nazareno o de faralá; ni todos los vascos son esgarramantas que se dedican a jugar a la pelota vasca, y se sienten adalides de un nacionalismo separatista solo apto para quienes sean capaces de demostrar su pureza racial, al menos en las últimas cuatro generaciones. De la misma forma que la auténtica esencia de la naturaleza castellana no se encuentra en el ajo morado de Las Pedroñeras, aunque sea el ingrediente imprescindible para elaborar unas migas (aquí y en Euskadi) como muy bien recuerda el simpático personaje interpretado por Carmen Machi.
De eso nos habla la película Ocho apellidos vascos. De la capacidad de reírnos de nosotros mismos, de las posibles tachas presentes en las poliédricas identidades que conforman la piel de toro que habitamos. La disculpa es un joven andaluz que atraviesa por primera vez Despeñaperros para viajar al País Vasco en busca de una chica, y sirve para caricaturizar los atributos más trillados y tópicos de las dos personalidades geográficas y sociales. El juego de palabras y el chiste fácil están servidos, pero lo verdaderamente destacable es la capacidad del director (y los guionistas Jorge Cobeaga y Diego San José) para bromear sobre unos aberzales de sainete cuyas sombras recuerdan demasiado a una banda que afortunadamente parece haber pasado a la historia.
Gran parte de la película se sustenta en la sorprendente capacidad del debutante Dani Rovira, sobre cuya comicidad pivota el compromiso de no pasarse de gracioso para hacer verosímiles unas situaciones permanentemente al borde del abismo del exceso. El otro pilar sobre el que se sustenta la historia lo conforma el veterano Karra Elejalde, que, con su química sardónica, equilibra la balanza entre el sur y el norte; o casi, porque ese final con los Del Río cantando “Sevilla tiene un color especial…” insufla un aroma a la sonrisa que desgraciadamente apenas pervive hasta abandonar la sala, cuando regresamos a esa otra cotidianidad más o menos llevadera.
Como ocurre siempre que una película funciona en la taquilla, algo que en el cine español sucede con menos frecuencia de lo deseable, es posible que tengamos secuela, y los apellidos vascos se transformen en nombres castellanos, alias gallegos o patronímicos catalanes. En este posible recorrido, a los guionistas aún les quedan tópicos geográficos y arquetipos regionales para fijar el humor de su mirada, pero parece sería seria contingencia si las cámaras pasasen cerca de nuestros motivos festivos más emblemáticos. Esperemos que no se deba a que nos falta sentido del humor, una de las piezas básicas para acariciar esa sazón ¿falaz? que llamamos felicidad (y no me refiero a mi atractiva amiga Feli).