Narra San Lucas en su evangelio que, cuando Jesús encomendó su espíritu a Dios, hubo tinieblas sobre toda la tierra. Misma situación que ha ocurrido este Viernes Santo en la ciudad de Cuenca, donde la lluvia ha amenazado y acortado las procesiones de En el Calvario y Santo Entierro, pero justo cuando Nuestro Señor yacente iba a entrar en El Salvador, las nubes empezaron a descargar agua, y las lágrimas del Altísimo empezaron a brotar sobre los conquenses.
Antes de las nueve de la noche ya se advertía por parte de la Junta de Cofradías que el Santo Entierro llegaría a El Salvador desde San Esteban, y las nubes que se cernían sobre la ciudad indicaban que en cualquier momento podría empezar a descargar.
Así, puntual a las 21:00 horas abrían las puertas de la Catedral al compás del redoble de la banda de Trompetas y Tambores y con las miradas clavadas de cientos y cientos de personas que, a pesar del cansancio acumulado a lo largo de la jornada, han querido estar ahí en la Plaza Mayor acompañando tanto al Yacente como a Nuestra Madre.
También había numerosa representación de nazarenos de Cuenca, que tuvieron que doblar filas. Tras ellos, salía a la calle la Cruz Desnuda de Jerusalén, que a buen paso comenzó su descenso hasta El Salvador, siendo sus horquillas los únicos elementos que rompían el absoluto silencio que se producía a lo largo de todo el recorrido.
El cortejo proseguía con el Cristo Yacente, esa imagen perfecta del dolor, del sufrimiento, del cuerpo sin vida con una anatomía perfecta que solo Luis Marco Pérez supo esculpir. Con horquillas rematadas en goma para no levantar ruido, sólo el himno nacional al salir de la Catedral rompió el silencio imperante.
Cada conquense estaba respetando ese luto interno que la práctica mayoría llevaba, y que quedó reflejado en la calle con una veintena de mujeres que volvieron a vestir de peineta y mantilla, con un semblate serio.
Por último, ahí estaba ella, nuestra Madre en soledad, frente a la Cruz Desnuda, en esa desgarradora talla esculpida por María Alonso y en la que traslada a la madera de una forma brillante el dolor de una madre al quedarse sin su hijo. Enlutada, no estaba sola, porque junto a los conquenses y visitantes que quisieron acompañarla, también sintió el arropo de representantes de la Junta de Cofradías, el Ayuntamiento de Cuenca, de la Diputación Provincial, del Gobierno de Castilla-La Mancha, del Gobierno de España, de las Cortes regionales, la Universidad de Castilla-La Mancha, el Congreso de los Diputados, el Senado o la Guardia Civil entre otras autoridades civiles y militares.
La imagen de ver girando todo el cortejo desde Andrés de Cabrera hacia el Peso fue uno de esos momentos únicos que quedan en la memoria nazarena de la ciudad. Desde ahí bajo hasta El Salvador, donde a la llegada el cortejo procesional comenzaba a llover, una señal sin duda del sufrimiento provocado por la expiración de Nuestro Señor a las puertas del particular sepulcro en el que se convierte el templo.