Cuenca es una ciudad de contrastes. Climatológicamente hablando, esta semana sin ir más lejos, están haciendo unas noches muy frías, pero uno días bastantes calurosos. Este Viernes Santo se ha vuelto a vivir otro de esos contrastes.
Del atronador rugir de la turba en la madrugada al más inmenso y respetuoso silencio con el que la ciudad ha acabado la jornada más importante de su Semana Santa.
La ocasión, claro, lo merece: Nuestro Padre ha dado su vida por nuestra salvación, y tras haber vivido estos días la traición de Judas en Getsemaní, su periplo hacia el monte Calvario o todo lo que ocurrió en esa colina: desde la crucifixión hasta el lloro de la Virgen de las Angustias. Esta noche se ha rememorado el Santo Entierro de Cristo.
Puntual a las nueve de la noche, el redoble de la banda de Trompetas y Tambores anunciaba la apertura de puertas de la Catedral que tenia clavada las miradas de cientos y cientos de personas que, a pesar del cansancio acumulado a lo largo de la jornada, han querido estar ahí acompañando tanto al Yacente como a Nuestra Madre.
Pero no fueron los únicos: el resto de hermandades de la capital también quisieron estar presentes en este Santo Entierro y por ello abrieron la procesión los diferentes guiones y estandartes de cada una.
Acto seguido salió a las calles de la ciudad la Cruz Desnuda, una imagen que representa de manera muy pulcra la soledad del Calvario. Todo ello frente a un majestuoso silencio que sólo se rompía por el golpe de las horquillas.
Esta pompa fúnebre proseguía con Cristo Yacente, esa imagen perfecta del dolor, del sufrimiento, del cuerpo sin vida con una anatomía perfecta esculpida por Luis Marco Pérez. Tras romperse el silencio por el himno nacional al salir la talla en hombros de sus banceros, volvía a respetarse ese luto interno que cada conquense llevaba. No faltaron las manolas acompañando a la imagen. Peineta y mantilla mediante, y con un semblate serio, aunque algo congelado, por las frescas rachas de viento.
Por último, ahí estaba ella, nuestra Madre en soledad, frente a la Cruz desnuda, en esa desgarradora talla esculpida por María Alonso y en la que traslada a la madera de una forma brillante el dolor de una madre al quedarse sin su hijo. Enlutada, no estaba sola.
A parte de los numerosos conquenses y visitantes que quisieron acompañarla en su salida, también sintió el arropo de representantes de la Junta de Cofradías, el Ayuntamiento de Cuenca, de la Diputación Provincial, del Gobierno de Castilla-La Mancha, del Gobierno de España, de las Cortes regionales o el Congreso de los Diputados entre otras autoridades civiles.
Con las tres tallas ya bajando por Alfonso VIII hacia el puente de la Trinidad comenzó un desfile hacia el Salvador en donde, aunque no había tanto público como días anteriores, sí era más que evidente el respeto y el silencio hacia este trágico momento de nuestra Semana de Pasión.
Quienes decidieron ver este cortejo desde San Felipe, pudieron disfrutar de la obra ‘O Crux, ave’ de Rihards Dubra, que se ha recuperado este año sustituyendo el Miserere.
Si hay una zona que gozó de máxima belleza fue el recorrido por los Tintes, donde el ligero caudal del Huécar reflejó cada instante de belleza de un Santo Entierro que tuvo su particular sepulcro en El Salvador.